martes, 17 de octubre de 1989

22 - Capítulo Final: Día de la Madre

I


Ese último dato arruinaba todo. Si Matías no era el hijo de Segovia, ya nada tenía sentido. No había conexión entre la muerte del chico, el accidente, el asesinato, ni la desaparición del auto. Me sentí un verdadero idiota. Perdí varios meses cruzando datos ridículos con un par de fantasmas como único fundamento. Y el resultado fue acusar de asesinato a un pobre infeliz que sólo había tratado de estafar a una compañía de seguros. Casi un héroe.
Me sentí absurdo. Ridículo. Idiota.
Ese día me recluí en mi casa, como una forma de autoflagelo.
Lola golpeó mi puerta varias veces. Incluso me llamó del otro lado de la puerta.
No respondí.
Me quedé en mi cuarto, con un Montchenot 1998 y un vaso. Sí, un vaso. No me gusta tomar vino en copa.

Necesitaba olvidarme del asunto. Aunque todo era demasiado raro para ser casual.
Un mal rollo, hubiera dicho Lola. Después de todo, a quién le pueden interesar las muertes de una villera medio putita y un pánfilo de 5 años.
Ni a la madre y abuela le interesó.
Al final de cuentas, nadie había perdido gran cosa.

En sólo cuatro vasos llenos, mi Montchenot se despidió de doce años de existencia, de los cuales al menos diez los pasó encerrado en una botella. Y eran apenas las 9 de la noche.
Me acosté pensando en todo lo que no pude decirle a Barrenechea:
que en mi casa pasan cosas raras. Que la ropa aparece doblada cuando yo la dejo tirada. Que se escuchan ruidos. Que en el juego de la copa salió el nombre de Matías. Que Matías llama siempre a mi casa. Que era el hijo de la chica que limpiaba. Que las alacenas de mi casa se abren solas. Que Isabel aún está allí en mi casa. Y Matías la llama porque recuerda el número. ¿Los fantasmas hablar por teléfono? Supongo que tampoco pueden doblar la ropa. Es muy difícil pensar seriamente con estos argumentos. Y menos con cuatro vasos de vino adentro.
Mi cabeza daba vueltas una y otra vez. Fui entrando en una especie de duermevela, mezclando sueños de los que no podía salir. En uno de ellos apareció Matías. Estaba en la calesita de un parque, sentado en un avión. Pero no podía verle la cara. La calesita giraba, y yo corría detrás para alcanzarlo y verle la cara, pero nunca llegaba. Apenas llegaba a verle el perfil, y nuevamente el avión de madera se alejaba. Yo corría y no podía verle la cara.
Abrí los ojos y nuevamente estaba en mi cama.
Los cerré, y volví a la plaza.
Matías bajaba de la calesita y se alejaba corriendo. Yo trataba de alcanzarlo para verle la cara. Pero él corrió  hasta abrazarse con… su mamá. En mi sueño ella era Isabel. Y pude ver su cara perfectamente. Mientras Matías se aferraba a sus piernas, ella me miraba fijamente a los ojos, lagrimeando tristemente. Abrazaba a Matías y lloraba frente a mí. Me acerqué para hablarle, pero ella negaba con la cabeza. Sus labios murmuraban un “no” seguro y lloroso. Me acerqué un poco más y la vi suplicante, abrazando a Matías. Y agarrándolo fuerte, me decía “no, no, no…”. Dí un paso más y desperté de un salto, agitado, transpirado y asustado.
Me incorporé y juro que por un segundo, Isabel estuvo ahí, junto a mi cama.
Sé que estuvo ahí y se fue, aunque quise pensar que todo fue un sueño.
Un sueño con la cara de Isabel, pero no la de Matías. Y así era realmente: había algo de Matías que yo no podía ver. Ella abrazaba a Matías, y a la vez, me decía que no. Y lloraba de tristeza al encontrarse con su hijo. No de emoción. De tristeza.

Y allí, en esa lucidez que sólo aparece durante los primeros segundos al despertar,  apareció todo claramente. Y entendí todo lo que Isabel intentó decirme desde el primer momento. Una respuesta detrás de la otra se armaron en mi cabeza. Matías no estaba. No estaba ahí. O, mejor dicho, estuvo todo el tiempo ahí, y por eso no pude verlo. MATÍAS NO ESTABA CON ISABEL.
Qué imbécil que fui. Cómo no lo vi antes. Nunca hubo dos fantasmas.

En el mismo momento de la verdad, me estremecí al escuchar una batería de ruidos provenientes de la cocina. Ruidos entremezclados. Ruidos insoportables. Música fuerte. Platos rompiéndose. Puertas golpeándose.
Me levanté de la cama, enfurecido y aún algo envalentonado por el vino. Estaba seguro que era Isabel la que estaba ahí. Llegué a la cocina para ver que las puertas de las alacenas se abrían y cerraban delante de mis ojos. Varios platos, literalmente, habían volado contra la pared. La tele estaba encendida a todo volumen. Tomé el último plato que había quedado en la mesa, lo estrellé contra el piso y grité:
-¡¿Qué mierda querés que haga?!
La tele se apagó. Todo quedo quieto. Volvió el silencio. Salvo por un sonido suave que llegaba del baño de servicio. Un sonido de agua. Fui hasta ahí, abrí la puerta, y me encontré con todo lleno de vapor. La canilla de agua caliente estaba abierta. Y sobre  el espejo totalmente empañado, estaba escrito:  AF418.




II

AF418. AF ¿Las iniciales de alguien? ¿Una dirección?  ¿Algo iba a pasar a las 4.18? ¿De la mañana? ¿De la tarde? Un AF. No. AF 418. Ella tuvo que darme una clave. AF. Arturo Frondizi. ¿Hay una calle Arturo Frondizi? Quizás sí. Pero no tenía sentido. Tenía que ser más fácil. ¿Por qué no escribió todo? AF. Algo Fácil. Algo Frondoso. Argentina Feliz. Alberto Fernández. Asesinato Forzado. Aeropuertos Famosos. Avión… Francés. Sí.
Sí.
Sí.
Lo grité. Air France. Chequeé en Internet y el número salió limpio y claro como un día de primavera. AF 418. Air France 418, con destino París. Sale mañana 7.55AM. Estaba todo clarísimo. Miré la hora: eran las 11 de la noche exactas.
Me senté para acomodar mi cabeza, y unos minutos después llamé a Barrenechea a su celular. Se escuchaba música de fondo. Ruidos de copas. Risas. Mujeres. Putañero había resultado el viejo.

-¿Lo agarro trabajando? –le dije, como para abrir la charla.
-Escucheme, ¿usted cree que cobro tanto como para que usted me llame a…
-Usted me dijo que Segovia era capaz de vender a la madre. Pero le darían mucha más plata por el hijo… ¿no?
-¿De qué me está hablando? –respondió a los gritos, intentando tapar el ruido del bar.
-Le vendieron un buzón, Barrenechea. El ADN le dio negativo porque el nene que apareció muerto no era Matías.
Barrenechea hizo silencio. Me lo imaginé apoyando el whisky sobre la barra, saludando a algún parroquiano y tirándole unos pesos a las chicas de turno. Luego, dijo:
-La abuela reconoció el cadáver, pelotudo.
-Ajá. ¿Y usted hizo un ADN para confirmar que ella era la abuela? ¿O eso se lo hacen a la gente rica nomás?
Sentí un suspiro molesto e incómodo que atravesó los bigotes del fiscal.
-…El ADN no corresponde en esos casos, porque…
-Mire: le puedo demostrar que la vieja le mintió. Y si tengo razón, usted mañana mismo puede tener pruebas para encerrar a Facundo Segovia y sus socios.
El silencio se hizo largo.

Quedé en pasar a buscarlo por Reconquista y Marcelo T. De Alvear. En el camino, fui pensando en todo: Matías buscaba a su madre. Estaba encerrado en una casa, con un teléfono a mano. Y nadie imaginaba que el nene podía llamar a alguien. Cuando estaba solo, llamaba al único número que, a sus 5 años, había podido memorizar: el del trabajo de la mamá. Mientras, lo tenían ahí guardado, hasta poder ubicarlo en algún lado.

Mientras íbamos a buscar a la abuela de Matías, le fui contando a Barrenechea toda la verdad. Todo lo que me había pasado. Todo todo. Y él sólo miraba por la ventanilla, y cada tanto, con voz de trasnochado comentaba:
-Usted y yo somos dos locos de mierda. Mejor dicho: usted es un loco de mierda, y yo soy un pelotudo que le hace caso. No lo puedo creer: soy un pe-lo-tu-do.

No fue difícil encontrar el carro de la mamá de Isabel. Ya eran más de las 12 de la noche, y ahí estaba la vieja podrida esa.
“Hablo yo”, me dijo Barrenechea mientras bajábamos del auto.

Barrenechea caminó lentamente hacia la vieja, que estaba abriendo una bolsa de basura. El fiscal se acomodó el saco y  peinó su bigote, mientras la vieja nos miraba acercarnos.
Muy correctamente, el fiscal le dijo:
-Buenas noches, señora… no sé si me recuerda, yo soy el Fiscal de la causa de la muerte de su nieto y necesitaba hacerle algunas preguntas de rutina.

La vieja nos miró de arriba abajo con cara de asco.
- Ya les contesté todo. ¿Qué mierda quieren saber ahora?

Barrenechea mantuvo ese tono correcto y ameno que los abogados aprenden en primer año de la Facultad:

-Ehh, mire, entienda que no deseo ahondar en su dolor. Usted no tiene ninguna obligación en responder, pero…

Mientras él hablaba, la vieja se dio media vuelta y continuó revisando la basura como si nadie estuviera.

Sentí que la sangre subía a mi cabeza. Saqué a Barrenechea y de un empujón tiré a la vieja contra la bolsa de basura. La agarré del cogote apretándole entre los desperdicios, y a un centímetro de la cara, le grité:
-Decí la verdad, vieja de mierda. ¡Tu nieto me está llamando todos los días! ¡Los huevos al plato me tiene tu nieto llamándome! ¡Dónde mierda está! ¡Decime dónde está Matías!
“Dejelá, dejelá” esbozaba Barrenechea no muy convencido.
La expresión de la vieja por fin cambió. Se asustó. Por fin demostró estar viva. Dejé salir toda mi furia contenida. La zarandeé varias veces, para sacarle todo lo que sabía y no quería confesar.
-El que reconociste no era tu nieto, ¿no hija de puta? ¡Y a tu hija la dejaste morirse como un perro, vieja de mierda! ¡¡Hablá!!
Barrenechea me agarró y me sacó de un golpe. No me dolió. Seguí mirándola a los ojos.
La vieja miro hacia otro lado. Temblaba. No podía mantenerme la mirada.
Por fin parecía un ser humano.
Casi sin aire, empezó a hablar
-No, no era Matías. No sé quién era. Segovia me obligó a reconocer a otro nene.
La vieja mantuvo la mirada perdida. Barrenechea me miró de reojo, con un dejo de furia. Luego preguntó:

-¿Cómo la amenazó?

La vieja continuó:
-Vino hasta acá una noche en su auto, con dos tipos más. Yo estaba acá mismo, y el Matías estaba jugando en la esquina. Me llamó desde el auto y me mostró que adentro la tenían a la Isabel.
Por primera vez, la vieja sollozó, se quebró-
-Estaba muertita ahí tirada en el asiento, pobrecita. Me dijeron que la levantaron en la villa y la habían drogado hasta matarla –y repitió- Me la habían matado esos hijos de puta. Y la tiraron el la villa como a un perro. 
En ese momento entendí por qué escondieron el auto y lo denunciaron como robado: alguno pudo haber visto cuando secuestraron a la chica. O cuando la tiraron en la villa. Un BMW Z4 no pasa desapercibido por esa zona. Pero, sin embargo... nadie denunció nada. 

Con el temple de un fiscal, Barrenechea no se inmutó por las lágrimas, y siguió cuestionando:
-¿Y qué pasó con el nene?
La vieja dejó caer todas sus lágrimas, antes de seguir:

-Segovia me dijo que los tipos que estaban con él eran canas. Que habían matado a Isabel porque ella se hizo la putita, y que él los frenó, porque querían matarme a mí y al nene. Pero que él iba a cuidarme a mí y a su hijo…

Con los ojos inyectados, y desde el alma, Barrenechea dijo:
-Pero qué pedazo de cínico hijo de puta…
Como si no hubiera escuchado, la vieja continuó su relato:
-Me dijo que iba a llevarse a Matías, que lo iba a cuidar y le iba a dar una vida nueva, lejos de la villa. Que nos iban a perdonar la vida a los dos. A cambio, tenía que reconocer a otro nene y no hacer kilombo con la muerte de Isabel.

Esta vez, la vieja me miró a los ojos. Juro que tenía la misma mirada que soñé de su hija.
-¿Qué podía hacer, señor?
 Barrenechea le pidió una foto de su nieto. La vieja nos pasó una billetera ajada y vieja: ahí se lo veía a Matías abrazando a Isabel. Por primera vez pude ver la cara del nene. En cambio, a Isabel ya la había visto: era la misma chica de mi sueño.
Fuimos ante el Juez de turno y al rato la mujer estaba declarando. Luego declaré yo. Con la ayuda del fiscal -y amparado en la figura de investigador privado para no revelar mis fuentes-, pude dar datos precisos sin reconocer que todo lo que sabía me lo había dicho un fantasma.
Y ese fue el comienzo del fin.
Acompañé a Barrenechea a Ezeiza, para presenciar el operativo.  No habíamos dormido en toda la noche. El lugar estaba repleto de policías y  gendarmes de civil. Nos ubicamos en el bunker de seguridad, mirando las cámaras. Un pequeño lugar cerrado, donde al menos se permitía fumar. Con sueño y cagados de frío, echamos humo en silencio. Un cigarrillo para mí, y cuatro para el fiscal. No despegaba un ojo de los monitores. El tipo dejaba escapar la ansiedad por los poros. Era su momento de gloria. Como si toda su existencia pasara a cobrar sentido detrás de esos monitores. 

-Oiga… ¿Se dió cuenta qué día es hoy? –me dijo sin dejar de mirar las cámaras.
-…
-El día de la madre.
-…
-Este hijo de puta vendió a su propio hijo en el día de la madre.
-…
-Qué sorete de mierda –dijo mientras encendía el quinto cigarrillo con la colilla del cuarto.
Seguimos un rato en silencio. Y finalmente sentí la necesidad de sacar un tema que hasta ese momento ni él ni yo habíamos querido tocar.

-¿Y el cuerpo que reconoció la vieja? ¿Quién era?
-Y... vaya a saber... seguramente de alguno que apareció muerto y nadie reclamó... está lleno de esos...
-Pero... usted cree que ya estaba muerto o lo mataron para... 
No me dejó terminar la frase. Me cortó con algo que no voy a olvidar nunca. 
-Lo mataron hace mucho, Morel.  Vaya a caminar por los alrededores de alguna estación de tren, y se va a dar cuenta que estos chicos nacieron muertos. 


Horas después, Matías llegaba a Ezeiza de la mano de una pareja de franceses de unos 50 años. Tenía cara de dormido el pobre infeliz. Miraba hacia todos lados, como si estuviera en medio de un circo. Solitario, como perdido, con dos desconocidos que ni siquiera hablaban español. Seguramente habían dejado un par de cientos de miles de euros en los bolsillos de Segovia y compañía.
En el momento en que hicieron el check in, aparecieron policías de todos lados para detener a la pareja y alejar a Matías del lugar.
En ese mismo momento, en Zona Sur, la justicia allanaba el lugar donde había aparecido el auto. En Zona Norte la policía detenía a Segovia en su propia casa.
Días después, Barrenechea llamó a mi casa, sólo para decirme que tenía miles de pruebas para levantar cargos contra Segovia. 

Pero más allá de todo, ahí estaba Matías hablando con la asistente social. Me acerqué sólo para escuchar su voz por última vez. Me quedé unos segundos frente a él, pensando en el día de la madre. Matías ya no tenía con quién festejarlo y sin embargo, era el día que más orgulloso podría haber estado de ella.

Algún día iba a decírselo. Ella lo merecía.