martes, 22 de agosto de 1995

16


Relativamente recuperado, llegué a San Isidro. Traté de olvidarme de todo el incidente de Lola y Matías. A esta altura, traté de convencerme que toda esta historia no era más que la venganza de algún fulano que quería volverme loco. Mi grado de paranoia era tal, que incluso llegué a sospechar que todo se trata de una maniobra de la Policía, o de la SIDE. Me gané varios enemigos en la vida. Quizás me haya llegado la hora de pagar viejas deudas.

Por lo pronto, necesitaba concentrarme en seguir los pasos establecidos para encontrar ese BMW.

Habiendo descartando que fue desguazado –un auto así vale más entero que en pedazos- la sospecha más fuerte es que el dueño lo tiene escondido por algún lado.
Sin tratar de disimular mis movimientos en absoluto, caminé por la cuadra en que vive el sospechoso. En una esquina hay una peluquería femenina. En la otra, una garita de seguridad. A mitad de cuadra, un edificio no muy alto. Luego, sólo casas de familia.
Hablé con una empleada de la peluquería, con dos vecinos y con el guardia de la garita. Algunos ni siquiera sabían del robo. Sólo el garitero –un policía retirado- había sido testigo del asunto. Me invitó a pasar a su garita. La decoración era agradable: un cenicero atestado de colillas, un mate lavado y un TV blanco y negro. Había dos termos. Uno debía tener agua caliente. El otro, probablemente tuviera alguna bebida para olvidar que alguna vez había creído en hacer cumplir la ley.
Mientras examinaba a contraluz el billete de $100 que había dejado en su mano, me confesó que el tipo salió una noche manejando su BMW y a la madrugada volvió en un Renault 19 manejado por otra persona. Por cien pesos más, me comentó que el conductor del 19 tendría unos 40 y pico. Alto. Pelo negro. Bigote. Y no era remisero, porque volvió un par de veces por la zona.
Este buen señor me había dicho bastante más de lo que esperaba, por lo que le agradecí y me dí media vuelta para irme. Salí de la garita y me alejé dos pasos, pero escuché su voz desde adentro:
“Lástima que no me preguntó la patente del auto… porque capaz…”
Se me había ido ese detalle: un guardia privado lleva constancia de todas las patentes de cada auto que pasa por su cuadra.
Cien pesos y 2 minutos después, anoté la patente del auto. Y antes de irme me dijo. “Y sé el nombre del tipo… pero eso sí que no se lo digo ni por Diez lucas. Ya lo va a averiguar usted”.
Mientras manejaba, llamé a uno de mis contactos en la compañía de seguros, para pedirle un dato de la Base General de Patentes. Lo único que me quedaba ahora, era conseguir la dirección del dueño de ese Renault 19, para hablar personalmente con él.
No me sorprendió para nada que el auto estuviera radicado en Quilmes. Puse la dirección exacta en el GPS, y me dejé llevar por la voz de la joven españolita. A riesgo de parecer un pervertido, debo reconocer que la niña del GPS me trajo imágenes de Lola, y a raíz de ello –sumada a la vibración de mi vehículo- cierta incomodidad afloró tenue y melancólicamente entre mis piernas.
Casi en una nube, bajé por la autopista, siguiendo las instrucciones de Lola. Pero mi incomodidad se fue en el instante en que me acerqué al lugar, y recordé lo que dijo Matías.
La casa del dueño del auto, estaba a unos 50 metros del Mc Donalds de la esquina.
Una gota de sudor frío me recorrió la frente, cuando vi que justo frente a la casa, estaba la panadería Santa Isabel.
Me quedé un rato sentado en el auto. Luego estacioné, caminé de un lado al otro de la cuadra. Matías –sea quien fuera Matías- debía estar ahí, mirándome.
Volví al auto. Llamé a la secretaria del Director de la Compañía de Seguros:
“Encontré el BMW”.
Y le pasé la dirección.