domingo, 21 de noviembre de 2010

Capítulo 3

El texto escrito por Miguel me golpeó en la cabeza como un palo de amasar.
Era muy difícil distinguir si todo era cierto, o había uno o varios detalles ficcionados. Viniendo de alguien que se define como "psicoanalista, periodista y cineasta", es esperable que no todo sea como parece.
De lo que estaba seguro es que todo este caso comenzaba a parecer interesante. Y no quiere decir que le crea a Miguel. Casi diría que todo lo contrario.
Lo único cierto es que para develar todo este asunto debía desempolvar los recuerdos de aquel italiano que se hablaba diariamente en mi infancia, y viajar rumbo a la madre patria de los trabajadores, los brutos, los mafiosos y los vagos: Sicilia.

Porque a eso me llevaba el texto. Este texto que transcribo a continuación -verdadero o falso- pero escrito por Miguel Vigliatore, hijo de Renzo, nieto de Cosme.
O vaya uno a saber.




Dicen que lo primero que hizo Renzo al llegar al pueblo, fue buscar un lugar en el cual pedir un vaso de agua fresca. El sol siciliano de mayo lo había acompañado en esa interminable subida de 600 metros, que separaban la ruta del cartel roto y desvencijado que recibía a los muy ocasionales visitantes con un “Benvenuti a Scala Coeli”.
Dicen que durante unos minutos se quedó observando aquel viejo trozo de madera, pensando que quizás fue lo último que vió don Cosme Vigliatore –el padre de Renzo- mientras se alejaba de su pueblo de la mano de un vecino. Tenía 7 años, era huérfano, se dirigía a un país del que no sabía nada. Y no regresaría nunca más.

Pero aún, Renzo no podía estar seguro que aquel era el lugar que buscaba. Los documentos eran confusos. La partida de nacimiento jamás había aparecido. E incluso, ni siquiera el propio Cosme recordaba el nombre real de su pueblo: a veces lo llamaba Scala Coeli, a veces Scala Vecchia, a veces Scala Volgare, a veces Scala Prego… Y a veces, Scala Niente…

Luego de tomar de un trago una botella de agua fría en el único bar –ante la atenta mirada de los pocos parroquianos, que no estaban muy acostumbrados a recibir visitas- Renzo inició el trabajo de reconstrucción.
Mientras caminaba, sentía profundamente que por fin había llegado al lugar correcto. Durante horas recorrió las calles. Miró detalladamente cada casa, cada cartel, y hasta cada vecino con el que se cruzaba. Todo el pueblo debía estar exactamente igual que hace 70, 80, o hasta 100 años. Sólo algunos automóviles podrían marcar una diferencia sobre lo que su padre podría haber visto cuando era niño.
Esperaba encontrar algo que lo identifique con el paisaje.
Su obsesión lo llevó a acercarse a una joven que paseaba con un niño, sólo para decirle que el pequeño era muy parecido a su propio hijo.
Un hijo al que había dejado junto a su madre a miles de kilómetros, el día que decidió dejar todo para ir en busca de sí mismo.
Cuando comenzó a anochecer, Renzo buscó un lugar donde albergarse. No fue difícil. Preguntando aquí y allá llegó a una casa de huéspedes. La dueña, una inconfundible matrona italiana, le tomó el registro.
-Renzo Vigliatore –dijo él.
Al escuchar el apellido, la mujer se quedó unos segundos mirándolo. Y luego, repitiendo para sí misma,  escribió:
-Viggiatore.
Rápidamente, él le habría aclarado:
-No no…Vi-glia-to-re.
La señora le clavó la mirada, y sólo le respondió:
-¿Seguro?
Le causó gracia la pregunta. Claro que no estaba seguro. Nadie podía estarlo. Su apellido pudo haber sido mal anotado al llegar al país. Viggiatore… Vigliatore… Vogliatore
Prefirió dejar allí el asunto e ir a descansar a su cuarto para planear los próximos pasos. Supongo que Renzo necesitaba tener la plena seguridad de que estaba realmente en el pueblo de su padre. Era lo único que buscaba en el mundo. Podría visitar la casa de su abuela, conocer parientes lejanos, imaginar a un pequeño Cosme jugando en las calles… e incluso ver el escenario real de las increíbles historias que su padre le contaba con respecto a su infancia en Italia.

Al día siguiente se dirigió al registro civil del pueblo. Gino –el encargado- se mostró feliz de poder salir al menos una vez de su rutina. Juntos, revolvieron todas las carpetas de mediados del siglo 20. En una de ellas finalmente apareció la Partida de Nacimiento de  “Cósimo Vigliatore”. En un principio a Renzo se le llenaron los ojos de lágrimas: era el mismo apellido. Pero al leer el papel en profundidad, descubrió que los detalles no coincidían: Cósimo figuraba como hijo de Cósimo Vigliatore cuando, en realidad, su padre era hijo natural. Por otro lado, la fecha de nacimiento difería por seis meses.
Pero claro, es probable que en un lugar tan pequeño, la vergüenza haya anotado el nombre de un padre y las distancias hayan retrasado los trámites… pero como sea, Renzo no podía estar seguro que aquel fuera su padre.

El siguiente paso fue hablar con la gente. Pero los pobladores no eran muy colaboradores. El pueblo era lo suficientemente hermético como para no aceptar que un extranjero llegue para hacer preguntas sobre un tipo que se fue hace 70 años.  Sólo una señora muy mayor le contó que ella de joven había escuchado que durante la Primera Guerra un soldado inglés había dejado “incinta” a una  chica del pueblo.

La intuición llevó a Renzo al cementerio para buscar la tumba de su abuela, que según su padre se llamaba Francesca. La mujer murió cuando Cosme recién había cumplido los 7 años. Y así fue que el chico quedó literalmente solo en el pueblo. Luego de ir de casa en casa, un primo de Francesca que vivía en Argentina se hizo cargo, y le mandó buscar. Cosme viajó cruzó el océano en barco a la edad en que cualquier otro chico recién aprende a atarse los cordones.
Allí encontró un panorama aún más triste del que imaginaba: apenas unas trescientas tumbas abandonadas, lo que demostraba que Scala Coeli no era tan siquiera  un lugar elegido para morir. La única visita provenía del sereno, un hombre viejo de rasgos toscos. Él fue quien escuchó atentamente la historia de Cosme y su madre. Hizo un silencio, y sólo dijo secamente: “venire”, antes de caminar entre las tumbas como si sólo fueran plantas olvidadas.
Lo condujo hasta la tumba más olvidada de todas. La lápida de piedra llevaba un nombre apenas legible, del cual se habían borrado totalmente algunas letras: Fra-c-sca Vi_ _ iato__. La fecha estaba totalmente borrada por el tiempo.  Una vez más, la emoción seguía sin poder salir.
A pesar de todo, era probable que aquella fuera la tumba… pero la duda lo inquietaba.

De aquí en adelante, todo lo que dicen los pobladores se vuelve confuso y borroso. Algunos juran que Renzo Viggiatore –tal como indica el registro del hospedaje- abandonó Scala Coeli esa misma noche, para iniciar la búsqueda por otros pueblos. Otros dicen que enloqueció y se fue a vivir a otro monte de la provincia de Cosenza. Un par de personas dijeron que cambió su apellido y se quedó a vivir en Scala Coeli y rehizo su vida… Incluso, no tengo forma de asegurar que quien estuvo en ese pueblo fue realmente mi padre. De hecho, sea por lo que sea,  el apellido no coincide. No puedo tener la certeza absoluta de que Renzo Viggiatore haya sido mi padre Renzo Vigliatore.
Yo tenía sólo 6 años cuando él se fue, y sólo tengo un recuerdos borrosos. Es lo único que me queda, porque mi madre quemó todas sus fotos.
Por eso, hoy sólo me conformo con saber la verdad acerca de lo que le sucedió a mi padre. 
Por más triste que fuera.

jueves, 18 de noviembre de 2010

Capítulo 2


Al otro día, amanecí con Lola.
Mi vecina-amante española había aceptado volver a dormir en casa. Ya no había fantasmas a la vista, ni puertas que se abrieran y cerraran. Mi vida en apariencia era normal.
Antes de que suene el despertador, me levanté tratando de no hacer ruido. Pero pateé sin querer la botella de agua que estaba junto a mi cama, mojando todo lo que suelo dejar en el: el jean, las zapatillas y mi libro.
A veces, debo reconocer que me esfuerzo por ser aún más desordenado de lo que soy. Siento que eso le da un poco rock a mi vida.

Escuché que Lola farfulló algunas palabras sueltas, entre las que sólo pude reconocer claramente “coño” y “madre”. Ya empezábamos a transitar esa parte de la relación en la que los insultos ofensivos, la baba matutina en la almohada y las uñas escarbando entre los dientes, comenzaban a estar permitidos.
Me lavé los dientes y desayuné un vaso de Coca, galletitas Variedad y bananas disecadas. Sí, lo sé: mi desayuno no tiene rock. Para contrarrestarlo, me puse una remera de Metallica, un jean negro,  dejé el piso de mi cuarto sin secar, y me fui a comenzar con el caso.

Ya había pautado una reunión con Miguel Vigliatore, el tipo que había renunciado a un seguro de vida de 200.000 dólares sólo para saber el paradero de su padre que lo abandonó a los 6 años. “Qué muchacho íntegro. Qué joven puro. Qué hombre de buen corazón”. Me gustaría decir eso, pero sinceramente no le creo. No tiene lógica. Ese argumento me suena extraño.

-Así que vos sos investigador –dijo con tono de superado en cuanto me presenté
Preferí obviar el comentario y entrar a la casa.
Miguel se presentó como psicoanalista, periodista y cineasta. Pero en verdad, se gana la vida administrando algunos negocios de su madre. Me recibió en una antigua casa de Flores. Un lugar muy grande, un frente colonial… una construcción hermosa, pero bastante humilde en su decoración. Incluso, tirando a vieja. De esas casas en las que todo sigue igual por años, y años, y años.

-La misma casa de mis padres. Acá nací yo… acá me crié con mi vieja… acá nos dejó mi papá cuando se fue.
Me dijo esto mientras me invitaba a pasar por el pasillo hasta el living. Había cuadros de marco antiguo, paredes empapeladas y fotos familiares. En la antesala, una gran escalera de roble llevaba a los cuartos superiores.  Debajo de esta, había una biblioteca que iba de pared a pared.
Todo se veía raído, descuidado y sin mantenimiento.
Una casa muy grande para un tipo solo.
-¿Y tu vieja?
-En un geriátrico. Estaba mal físicamente y un poco perdida de la cabeza... ya no podía dejarla sola.

Me senté en un sillón del living. Miré alrededor. Y junto con las pocas pulgas que me acompañan, fui directo al grano:

-¿Fuiste a buscar a tu viejo alguna vez?

Miguel se sorprendió por lo directo de la pregunta. Pero se sentó y se dispuso a colaborar:

-Sí. Hace mucho. Recorrí el pueblo. Pero no encontré nada. Nada de nada. Pero cuando fui, ya habían pasado 20 años.... Algunos dicen que lo vieron. Otros hablaron con él… otros se contradecían… Y nadie se acordaba demasiado.
-¿la policía?
-nada

Hice un silencio, como para saber por dónde empezar a apretarlo.

-Necesito saber más.  Qué sentís por tu viejo…  qué querés que encuentre… cómo era él… por qué estás tan obsesionado por encontrarlo.

Miguel se levantó y fue hasta la biblioteca. Se paró estratégicamente entre dos libros, y sacó de entre ellos unas hojas  carta, dobladas al medio. Me las dio.

-Acá está todo. Es un cuento que escribí cuando volví de Italia. Fue la catársis de mi viaje. Pero no lo leas ahora. Dedicale un tiempo.

Esa misma noche aproveché que mi libro de Ítalo Calvino estaba aún empapado, y me acosté con lo que escribió Miguel.

Prácticamente no pude dormir en toda la noche. Es todo demasiado denso. Demasiado oscuro… demasiado extraño.
Demasiado casual, si quiere.

En el próximo posteo, voy a transcribirlo. 

domingo, 14 de noviembre de 2010

De donde nadie vuelve. Cap. 1

Llegué puntualmente a la compañía de seguros. La recepcionista me acompañó hasta una sala de reuniones grande y vacía. Allí estuve un buen rato esperando, hasta que apareció un tipo canoso y alto. El pelo blanco le daba más edad de la que realmente debía tener. 
Me dió su tarjeta, la cual tomé y guardé sin mirar. Horas después terminaría tirada dentro de la guantera de mi auto. 
No me gusta la gente con tarjeta. 
Para ser sinceros, no me gusta la gente en general, pero mucho menos la gente con tarjeta. 
El tipo dió por sentado que yo ya sabía su nombre, y comenzó a hablar. 

-Mire, Morel... me dijeron que usted es buen investigador. Tenemos un caso en la compañía que viene muy jodido y necesitamos cerrar de una vez: resulta que hay un fulano que hace como treinta años dejó un seguro de vida muy grande a nombre de su hijo... y desapareció. No hay partida de defunción, no hay cuerpo, no hay una mierda... El pibe tenía 6 años y...

-O sea que el tipo es un desaparecido... 

El canoso hizo el típico gesto de "no es tan así", apretando los labios hacia dentro.

-mmm... digamos que no es la clase de desaparecido a la que usted se refiere. Este tipo está desaparecido... pero porque se mandó a mudar. Se fue a hacer no se qué investigación de mierda a Italia, y nunca más se supo de él. Ahora, el seguro lo siguió pagando su mujer, y por todos los movimientos cambiarios e inflacionarios, esa póliza se hizo monstruosa, y sigue creciendo. Esta situación se nos estaba yendo de las manos. Entonces, llamamos al pibe para ver si podíamos llegar a un acuerdo económico y cerrar el asunto. 

-O sea, lo llamaron para cagarle parte de la guita...

El canoso hizo de cuenta que no escuchaba. 
De hecho, estoy seguro que no escuchaba. 

-El pibe -que no es tan pibe, porque tiene treinta y pico de años-  en cuanto llega a la reunión nos dice: "Miren: a mí no me interesa esa guita. Pero sí quiero saber algo sobre mi viejo. Si ustedes me ayudan con mi investigación, yo renuncio a cobrar la póliza". Y ahí, es donde entra usted. 

-Tengo que buscar al padre. 

-Exacto. En Italia.

-Cuánto hay para mí. 

-El 10% del valor de la póliza, mas los gastos. 

-Que son...

- Veinte mil dólares.

Salí de la reunión con un adelanto en efectivo y un nombre: Renzo Vigliatore, desaparecido hace 31 años, y buscado por su hijo Miguel. 
Sinceramente, parecía un caso ideal para Franco Bagnatto.