sábado, 27 de agosto de 1994

17

El miércoles amaneció fresco, pero lindo. Eso al menos me han contado, porque al fin, después de varias semanas, pude quedarme durmiendo hasta más tarde.

Mi trabajo había terminado, y hasta que apareciera otro llamado, podría disfrutar de un descanso.
Mi única obligación del día era llegar a la Compañía de Seguros antes de las 3 de la tarde para cobrar mi cheque por 18.000 dólares.
Había vuelto a casa de madrugada, aprovechando otra de las salidas laborales del esposo de Marina. Caminé por el pasillo del PH, con la convicción de que acababa de despedirme por última vez. No hubo pelea. Ni siquiera la hubo.
En algún lugar de nuestra historia, ambos habíamos perdido algo que nos mantenía unidos.
Entré a mi departamento con una sensación de vacío tan profunda, que casi podía escuchar el eco de los latidos de mi corazón.
Puse la traba en la puerta, y dejé caer la ropa por el camino de la cocina al cuarto. Estaba tan cansado, que me desplomé en la cama y amanecí en la misma posición, cerca del mediodía.
Me levanté, meé, me lavé los dientes y fui a la cocina a preparar mate.
Al entrar, encontré la ropa que había tirado la noche anterior, perfectamente doblada sobre una silla. Además, las puertas de todas las alacenas estaban completamente abiertas. El horno también. Sentí escalofríos al ver que todo lo que estaba dentro de esas alacenas se encontraba perfectamente acomodado sobre la mesada.
Un ladrón hubiera tirado todo. Hubiera revuelto toda la casa. Hubiera destrozado todo a su paso. Pero ese orden perfecto. Esa obsesión por vaciar y acomodar ollas y sartenes, me heló la sangre.
Volví al cuarto a vestirme, y fui directo a buscar mi cheque.
En el camino, intenté convencerme de que había sido Lola. Aunque ella no tuviera llave de casa. Aunque estuviera la puerta trabada desde adentro. Aunque nadie hubiera entrado desde anoche más que yo. Mi cabeza funcionaría mejor, sólo si alguna vez pudiera dejar los detalles de lado.

Fui en subte  hasta el centro. Llegué a la compañía de seguros, y fui directo a la oficina de Armendáriz, el Gerente de Finanzas. Gordito, pelado, camisa y corbata de escuela…  Mientras me preparaba el cheque, me preguntó sobre el robo del auto, la investigación, la forma en que descubrí el engaño. Hablamos del tipo del auto. Me contó que no iban a hacer ninguna denuncia, ni le iban a iniciar un juicio, aunque se caía de maduro que el fulano había tratado de estafar a la compañía. 
De alguna forma, supongo que Armendáriz debía imaginarse que yo era una especie de James Bond.
Cuando ya estaba a punto de firmar mi cheque, le suena el teléfono. Me hace el clásico gesto de “un segundo, Morel”, y atiende.
Me quedé mirando los cuadros de la oficina, mientras la voz de Armendáriz me acompañaba, primero seria, y después con un tono informal casi llegando a lo pavote:
“Hola… ¡Hooola, hijito… cómo andás… ¿llegaste de la escuela… ahhh… mirá vos… y qué te puso? En serio…??... pero…”
Y fue en ese momento que sentí que un pensamiento me golpeaba en el centro de la cabeza, como su estuviera hecho de mármol. Era tan obvio… cómo no lo había pensado antes.
Con gestos, apuré a Armendáriz para que firme el cheque aún con el teléfono en sus manos. Luego agarré el papel y salí corriendo de la oficina.
A cada paso, las ideas se iban encadenando una tras otra. Era como si la charla de Armendáriz fuera la base de un crucigrama, y que al escribirla todo el resto de las palabras se formaran por sí solas.
Era tan fácil… ¿qué otra persona llamaría a una casa para preguntar por su mamá?

Llegué a la cuadra y fui directo a hablar con el encargado del edificio de al lado. El mismo que, cuando me veía, me preguntaba si estaba todo bien. Creo que estaba a punto de dormir la siesta cuando le supliqué que bajara a hablar un rato.
Bajó con una sonrisa. Era de esos tipos que tenían la sonrisa eterna dibujada en sus boca. Apenas abrió la puerta, lo interpelé:

- Oiga, usted me dijo que en mi departamento nunca vivieron chicos, ¿no?
- No… nunca
- Ahá. Pero sí iba una chica a limpiar, ¿no?
-Sí, claro… -y, como entendiendo, me dijo- ahhh… usted necesita una chica para la limpieza!! Bueno, mire, aquella no va a poder, pero yo conozco…
-¡No, pare y escuche! Esa chica… digo, esa chica que venía a limpiar a mi casa…  tenía un hijo… ¿no?

El encargado cambió la expresión sonriente en ese mismo instante.

-Sí… -dijo secamente
-¿Y cómo se llamaba el hijo? ¿cómo se llamaba?
-Se llamaba Matías.
Tragué saliva. Y ya no me hizo falta seguir escuchando todo lo que, más o menos, me suponía: que un día de hace un par de meses el nene no volvió de la escuela.
Al otro día apareció muerto en una calle, cerca de su casa.
Cerca de la villa.
En zona norte.
Y nadie sabía nada.